En estos días, mucha gente que alguna vez me leyó o me vio en la televisión me pregunta: ¿cómo seguirá el tema catalán? ¿Qué final tendrá?
Cuando escribo un artículo o pienso un proyecto laboral, siento la necesidad de que tenga algo superador, que sea un proyecto que pueda llevar a los actores eventualmente involucrados a un mayor nivel de profesionalización o estabilidad para que el proyecto se sostenga en el futuro como objetivo alcanzado y autosostenido. Del mismo modo, al concluir una nota, siempre he procurado una lectura de los hechos analizados al cabo de la cual el lector pueda inferir que, pese las complicaciones del acontecer político y social, siempre se vislumbra una salida.
Pero hoy, en Catalunya, el acontecimiento exhibe una impronta de rigidez y crispación, lo cual inviste a la coyuntura con los atavíos del pronóstico difícil. Y quien más contribuye a esta incertidumbre es el propio presidente en funciones del gobierno español, el señor Pedro Sánchez, debido a que todo lo muestra inflexiblemente aferrado a un juridicismo constitucional que, a esta altura del proceso independentista, luce, una vez más, ciertamente inconducente.
Su lógica -la lógica del gobierno español- no consulta, en primer lugar, la solución negociada, sino una especie de rendición incondicional. Estima, así, el señor Sánchez, que una campaña electoral con el conflicto de los presos catalanes en el dentro del debate, puede rendirle los frutos apetecidos: obtener más escaños en el Parlamento y, con ello, gobernar sin compartir el poder con nadie. Un caso de manual acerca de cómo usar electoralmente un conflicto político.
Pensar en la postura de Sánchez – inacción y conflicto permanente- , remite al recuerdo de un pasado ominoso: supo decir el general y regente de España, Boldomero Espartano: “Por el bien de España, hay que bombardear Barcelona una vez cada 50 años, para mantenerlos a raya”. Eso dijo y, efectivamente, así sucedió en los años del Señor de 1651, 1705, 1713-14, 1842, 1909, 1937 y 1938.
Lo grave de la cuestión catalana estriba en que el río del tiempo fluye, casi eterno de tan obstinado, y ningún gobierno central tiene soluciones. Más bien parecería que no quiere tenerlas. Pues, si a lo largo de la historia nunca se dialogó, ¿por qué hacerlo ahora? Si a los catalanes siempre se los mantuvo a raya y con el actual estatus se ha arribado al presente, ¿por qué cambiar dicho estatus?
Claramente, Catalunya no encaja en España. Y el problema exorbita sus dimensiones jurídico-políticas para devenir contencioso de esencia cultural. Los catalanes, a lo largo de su historia de deseo inasimilable de independencia y de poder insuficiente para lograrla, no sólo han sido bombardeados, sino que también se atacó su idioma y se trató de hacerlo desaparecer. Y es la lengua la esencia de la identidad catalana, como es la cultura el cimiento sólido de su nacionalidad. Y si para extinguir una nación quisieron destruir su lengua, ello también explica, en última instancia, las inflexibilidades políticas de hoy, que hunden sus raíces en aquella genealogía remota.
De ahí nace, pues, esa obsesión de hoy que se expresa en el programa y la ideología de los partidos Popular, Ciudadanos, Vox y, frecuentemente, también el PSOE: intervenir colegios, relegar el idioma, arrinconarlo en el arrabal de los exotismos solamente pintorescos para, de ese modo, persistir en el irrealizable designio de someter a Catalunya.
Entonces, el punto muerto se resignifica y aparece otra vez. ¿Para qué negociar? Uno se sienta a negociar cuando quiere cerrar un tema y obtener algún beneficio. Pero aquí, en el caso catalán, los beneficios los obtiene España sin necesidad de negociar y sólo con imponerse.
El sábado 19 de octubre el presidente de la Generalitat invitó al presidente Sánchez a dialogar. Y, como siempre, la condición básica fue: dentro de la Constitución, todo; fuera de ella, nada. Pero… si el problema es, precisamente, el encaje de Catalunya en la Constitución. Con o sin ella, con o sin la Constitución (o con o sin Catalunya), hay que encontrarle una solución al problema.
Y la Constitución luce como intangible e intocable según sean las circunstancias y las conveniencias. Porque en el verano de 2011, esa misma Constitución se reformó para sostener la estabilidad presupuestaria de modo que ésta quedara fijada por mandato constitucional. Fue una reforma hecha con las mayorías que proporcionaron el PP y el PSOE y a pedido del Banco Central Europeo. Es decir, la Constitución no es el límite, es un instrumento.
Es llamativo ver como tantos catalanes no paran de manifestarse y mostrar su descontento. Lamentablemente, luego de nueve años de constantes marchas pacíficas, hoy aparecen muestras de violencia que no son queridas por nadie. Las mayorías catalanas son pacíficas. Pero… nueve años de marchas pacíficas y dieciocho pedidos de referéndum, ¿sirvieron para algo? Marchar y reclamar no ha hecho que los políticos de Madrid se sienten a hablar.
Su estrategia es ignorar a la espera de que los melones de acomoden solos en el camino. O esperar que las cosas se salgan de su curso pacífico para intervenir nuevamente Catalunya a causa de los disturbios callejeros. En este sentido, hay videos que muestran la ambigüedad del ejercicio represivo: no se percibe bien si la policía quiere la calma o aviva el fuego.
Con pena, me animo a afirmar que no habrá (por ahora) posibilidad de diálogo y con ello, de resolución del problema catalán. Y la Unión Europea (UE), en este tema, es parte del problema, no de la solución. Desde Bruselas se ve el asunto catalán en línea con las tendencias secesionistas que, en formato populista, aquejan a casi todo el continente. Pero Catalunya no es, en primer lugar, secesionista, es soberanista. Y la ideología de la independencia nacional catalana no es el neofascismo. Quim Torrá no es Mateo Salvini. Puigdemont no es Marine Le Pen.
Europa, en fin, es un club de países que han prohijado una burocracia gubernativa transnacional que se halla demasiado ocupada en demostrarle al mundo y a sí misma que su viabilidad no está en discusión. Lo cual … está en discusión, por cierto.
El conflicto persistirá en Catalunya y su intensidad se irá modulando en función de múltiples variables. Seguirá habiendo presos, se seguirán bloquendo las páginas web que no sean funcionales al «orden». Se seguirá intimidando periodistas. Es la política del Estado español que preside Pedro Sánchez.
Los políticos catalanes siguen bastante perdidos en cuanto a cómo canalizar el enfado popular (que también es hacia ellos) y que no pueden gestionar. Las organizaciones civiles y la gente en las calles seguirán tensionando la cuerda. Y si en esa dinámica sucede algo -que, hasta ahora, es imprevisible-, ello tal vez obligue a Sánchez a dialogar.
Y lo que hay que poner en cualquier mesa de diálogo es una salida democrática al conflicto catalán. En clave de aquella tragedia de Sófocles, la independencia de Catalunya es -como el deseo de Antígona lo era para Tebas y para su rey, Creonte- inasimilable para la España franco-borbónica gestionada por el PP y el PSOE.
Catalunya se halla, como Antígona, atrapada entre la ley y el deseo. Y su deseo es inasimilabe e irrecibible por el sistema, por la España franco-borbónica. La resistencia pacífica del pueblo catalán -resistencia que también es una búsqueda- es el elemento excluido del sistema.
La pregunta que hay que hacerse, entonces, es ésta: ¿no es, acaso, siempre, un elemento excluido del sistema el que asegura el espacio de posibilidad del sistema?; ¿cómo se deja de ser el elemento que asegura la posibilidad del sistema?
He ahí la fuente de un conflicto eterno. Pero todo lo eterno, en la Historia, tiene fecha de vencimiento.